Ustedes no lo comprenderían, no. Hoy ya sólo se preocupan por estupideces y cualquier cosa que les haga parecer que el mundo se acaba por dejar de percibirlo. Yo en mi tiempo no era así, no. Y quizás me avergüence de seguir pensando en lo que fui, aún a pesar de no lamentarme, ni tan siquiera de pensar en la hipótesis de cómo habría sido mi vida si no hubiese sido tal como fui. Pero no, señores, no estoy para ucronías. Pues bien, yo sé que no podría recordar con certeza todas y cada una de las vilezas que cometí para enriquecer superficialmente mi moral, o eso es lo que yo creía, pues en realidad estaba acrecentando mi propia vanidad con áspera sutileza, sí, como oyen, acrecentando mi vanidad y convirtiéndome a mí misma en mi propia enemiga, aún gozando de ello y lo que es peor, siendo consciente de que era quizá el más ruin ser que había sobre la faz de la tierra. Y no sólo ruin con los demás, sino conmigo misma. Hacia el año ochenta y tres trabajaba como secretaria en el periódico de un imbécil que se creía con derecho a tratar mal a sus inferiores, y digo inferiores con un espeluznante sabor de plomo que recorre mi garganta, pues el mismo concepto de inferiores me hacía vomitar mentalmente sobre todos sus principios. Pero como ven, con el tiempo una se acostumbra y asimila la tarea de sobrevivir al mundo que le sobreviene, y con ello ya los conceptos a los que antes se rebelaba, quedan como reductos de un descontento interior, eso sí, de la vida pasada, pues ellos mismos se apaciguan y finalmente, se acaban abandonando y perecen, quedando sólo una frágil piel de su esencia. Pues como les iba contando, mi única compañía era mi máquina de escribir, y aún ni eso, pues todo aquello que hacía me parecía demasiado ridículo para mi propia naturaleza, y aunque desconocía mi verdadera naturaleza, sabía que, desde luego, no estaba acorde a esa vida fingida que llevaba. Así que pronto decidí abandonar el periódico y el mal trago que me hacía pasar el tener que escribir constantemente necedades con las que no podía estar más en desacuerdo. Gracias a que mi tío abuelo había sido un importante integrante del Partido Comunista de su tiempo, conseguí un puesto como funcionaria en un centro de documentación histórica en el mismísimo centro de Bucarest. Corría el año ochenta y siete, y yo observaba la vida con una mueca despreciable, pues todo cuanto me rodeaba me parecía horrible. La monotonía impregnaba todos y cada uno de mis días, pero ¡ah!, en esa feroz agonía espiritual, disfrutaba inconscientemente del fracaso personal y moral de mi vida, disfrutaba de mi propio dolor y lo más imperdonable, es que quería proyectar esos sentimientos sobre los demás. Perdonadme, pues anteriormente dije una estupidez, y es que no disfrutaba inconscientemente de mi propia vileza, sino que tenía perfecta constancia de mi comportamiento, pero deseaba seguir así, me gustaba mi propia humillación. Y necesitaba que esa degradación se sintiera en los demás. Me satisfacía el estar haciendo lo que más odiaba, bueno, en realidad no era lo que estaba haciendo lo que más odiaba, sino el cómo había llegado hasta ahí. Vivía de los méritos de los demás, de mi tío abuelo, que me consiguió ese trabajo. Pero yo no quería ese trabajo, porque lo había conseguido a través de mi tío abuelo, al que, en cierta manera, sólo le tenía respeto, pues me asqueaban sus ideales y toda esa filosofía característica de su vida, en la cual lo injusto se justificaba por beneficiar a aquél que producía la injusticia. De alguna manera u otra, me sentía culpable por no haber sido capaz de llegar hasta ahí por mí misma, pero al mismo tiempo sabía, que de haber llegado hasta ahí sin ayuda de nadie, habría sido porque realmente me habría gustado lo que estaba haciendo, y eso es lo que más me horrorizaba, pensar en la posibilidad de que aquello que ahora me parecía completamente terrorífico me podría haber gustado. En mis rutinarias visitas a un restaurante que se situaba a la esquina de detrás de mi oficina, podía espolear mi bajeza con las desgracias de los demás. Miraba a aquéllos pobres desgraciados bebiendo para ahogar sus penas, sin ningún sueño por delante, y yo me mofaba, en cierta manera, de su infelicidad, aunque yo era una desgraciada más entre tantos desgraciados, y quizás por eso quería salir de mi propia fatalidad, pero usando como escalera para ascender la debilidad de los demás. En este restaurante conocí a Vladimir, un director de escuela que era bastante propicio a la ignorancia. Tenía unos cuarenta años, y se notaba en sus ojos que era un verdadero gilipollas, de esos a los que les gusta saciar su poder a través de la violencia. En realidad, nunca llegué a tener una conversación verdadera con él, pero siempre me hablaba de sus alumnos y parecía que disfrutaba insultándolos y pegándolos, pues en la comisura de sus labios se reflejaba un patético orgullo. Pero en el fondo, yo no lograba odiar a ese ser. Aunque me resultaba de lo más cómico verlo hablar siempre de sí mismo, de sus terribles acciones como algo bueno, en el fondo no podía ser más desgraciado que yo. No, señores, y he aquí mi razón. Vladimir era un ser repugnante. Pero él no estaba consciente de eso. No. Él creía que lo que hacía no tenía nada de malo, por el contrario, era algo bueno. Y él no podía sentirse mal, porque no sabía que lo que estaba haciendo era algo vil. Pero a cambio, yo estaba delante suya, mirándolo cómo mueve los labios soltando esa cloaca de palabras, y ni me inmutaba. Me divertía su actitud. Es más, aunque manifestaba mi sentimiento misantrópico a través de la indiferencia, en mi interior me quemaba por dentro las ganas de pegar bofetadas a esos estúpidos. Y al mismo tiempo, tenía ganas de que alguien me pegara una bofetada.

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